SE RECURRE CON demasiada alegría a la racionalidad para establecer la debida distancia emocional entre los seres humanos y el resto de animales. Pero lo cierto es que estamos ante un término extraordinariamente impreciso, y que se presta por lo tanto a una fácil manipulación (género en el que nos desenvolvemos con inusitada naturalidad, dicho sea de paso). Su ambigüedad semántica es tal que nadie hasta la fecha ha sabido ofrecer una definición exacta y consensuada sobre su significado verdadero. Por lo general, parece claro que estamos siempre dispuestos a presentar la documentación que nos acredita como racionales para exigir nuestros derechos (y de paso negárselos a los demás), sin saber muy bien qué encarna, dónde empieza y dónde termina dicha condición. En este sentido, y haciendo un esfuerzo por acercarnos a su significado científico, algunos autores apuntan a la posesión de determinadas características para poder hablar con propiedad de raciocinio en un individuo dado: conciencia de sí mismo en el tiempo y en el espacio, capacidad para planear acciones futuras, o posibilidad de desarrollar ideas abstractas, entre otras. Resulta llamativo que todas las premisas requeridas apunten a factores de tipo “científico” y no hagan mención a valores de carácter moral, como el altruismo, la solidaridad o la compasión. Es por ello que el [más bien poco virtuoso] carácter humano sin duda nos haría retroceder algunos puestos en el imaginario escalafón de “seres racionales”.
EN CUALQUIER CASO, y aunque pudiéramos llegar a una definición inequívoca del vocablo en cuestión, parece claro que no todos los seres humanos existentes en un momento dado podrían acogerse a la misma. Los niños de corta edad, los discapacitados psíquicos, o quienes ya no son competentes para valerse por sí mismos a causa de enfermedades mentales degenerativas, no podrían incluirse en el epígrafe de animales racionales. ¿Implicaría esto una legitimación para hacer con ellos lo que a diario hacemos en la actualidad con muchos animales, como utilizarlos en experimentos dolorosos, comerlos u obligarlos a participar en espectáculos públicos letales? Si la respuesta es del tipo “no deberíamos utilizarlos para tales fines, porque son seres humanos”, ¿cuál es la razón exacta que nos impide defender un argumento similar e incluir en la esfera moral (en lugar de limitarnos a los humanos, como sucede ahora) a todos los mamíferos, a todos los vertebrados, o directamente a todos los animales? Entonces estaríamos en condiciones de afirmar que no es lícito causarles daño “porque son mamíferos, porque son vertebrados... o simplemente por su condición de animales”. Además, fijémonos en que cualquiera de los conjuntos mencionados en este último entrecomillado incluiría a todos los seres humanos (pues son “mamíferos, vertebrados y animales), por lo que no tenemos que temer ninguna suerte de exclusión.
DE FORMA PARALELA, los datos que hoy manejamos no nos autorizan a discriminar de un manotazo al conjunto completo de los animales no humanos bajo la premisa de que “no son racionales”. Hacerlo ofrece dos serias objeciones argumentales. En primer lugar, porque, al parecer, algunos grupos de mamíferos sí podrían regirse por ciertas normas sociales que recuerdan demasiado a nuestras reglas éticas. Según ciertas conclusiones científicas, habrían desarrollado a lo largo de su historia evolutiva determinados conceptos que hasta ahora creíamos privativos de los seres humanos, como los referentes a conceptos como el bien o el mal. En tal sentido, podríamos no ser ya los únicos “animales racionales” del mundo, lo que supondría una sonora bofetada a nuestro ancestral egocentrismo. En otro sentido, quizá mucho más sólido y generoso, no sería necesario conseguir el pasaporte de “ciudadano racional” para ser depositario de determinados derechos básicos. Dicho de otra forma: deberíamos aceptar que una gallina posee una racionalidad de tipo “gallináceo”, de la misma manera que los caballos tienen una naturaleza “equina”, o que las lagartijas viven una vida “reptiliana”. Cada cual está limitado y al mismo tiempo impulsado por el conjunto de sus características naturales específicas (las que como tal corresponden a su especie), que no son ni mejores ni peores que las de los demás, pero que sí son con autenticidad suyas. En consecuencia, no parece justo que, conociendo de antemano la ausencia de ciertas particularidades en una determinada especie, nos basemos precisamente en ello de cara a negarle algo tan sustancial para cualquier ser sensible como su integridad física e incluso su propia vida. Nadie quisiera ver negadas tales cosas (y percibir por tanto la posibilidad de poder ser torturado y asesinado con total impunidad) por el mero hecho de no haber superado cierto listón intelectual. Dependiendo de dónde se coloque el límite, siempre habrá un importante sector de la Humanidad que se quedaría en las puertas del aprobado. Podría darse el caso de que tan solo unos pocos superdotados consiguieran superar con éxito la prueba, con lo que ese selecto grupo poseería autoridad moral para acabar con sus compañeros de especie por las razones más triviales. Este escenario puede parecer un poco forzado, pero es de hecho el que los seres humanos en general hemos diseñado para el resto de nuestros congéneres animales.
A LO LARGO de la historia del hombre como animal ético se ha ido ampliando el límite de lo que podríamos llamar la “comunidad moral digna de consideración”, de tal manera que grupos sociales que eran burdamente discriminados no hace muchos años (tenemos claros ejemplos en las mujeres, homosexuales o discapacitados psíquicos) hoy gozan de una justa protección. El camino hacia una ética global no se detiene en la frontera de nuestra especie, como no debe hacerlo en la que delimita el género sexual o el color de la piel. Una elemental lógica de la compasión nos debería dictar que esta (la ética global) tiene que abarcar a todos los seres sensibles, puesto que las razones para no maltratar a nuestra pareja sentimental son en esencia las mismas que para no hacer lo mismo con nuestro perro.
NO ES POR TANTO nuestra [maquillada] condición de racionales la que nos separa del resto, sino más bien algunas características poco virtuosas que nos acompañan generación tras generación, y que tienen que ver con el egoísmo y una aparente incapacidad para la empatía.