PROCEDE RECORDAR que el vocablo animales es demasiado abierto como para poder establecer a partir de él afirmaciones genéricas. Simplemente no es cierto que “todos los animales” se alimenten de otros, aunque parece que esta evidencia prefiere ser obviada por quienes defienden el presente planteamiento. El mundo de los animales no humanos nos ofrece grupos para todos los gustos desde el punto de vista de su alimentación. Hay miles de especies cuya dieta está compuesta en exclusiva de vegetales, mientras otras miles ingieren por lo común la carne de las presas que capturan. El mero hecho de que elijamos aquel sector zoológico cuyas costumbres culinarias satisfacen determinadas tesis humanas resulta cuando menos sospechoso. De hecho, y aceptando el reto discursivo del planteamiento, podríamos defender sobre su misma base una gama de dietas casi infinita, incluyendo por supuesto el canibalismo, dado que, como es bien sabido, los miembros de algunas especies engullen a individuos de su propio grupo e incluso de su propia familia en determinadas circunstancias. Nos enfrentamos así a un planteamiento embustero, pues no guarda concordancia entre su propia premisa (“ellos se comen entre sí”) y la sugerencia final (“comámoslos nosotros a ellos”). Una mínima coherencia discursiva debería invitar más bien a que nosotros les imitemos, lo que en principio legitimaría que nos comiésemos entre nosotros los humanos, dado que lo hacen entre ellos los animales. Pero además de resultar poco sugerente (no cuenten conmigo para el experimento), quedaría por dilucidar quiénes nos comeríamos a quiénes, pues no es cierto que “todos los animales se coman a todos los animales”. La relación que establece el planteamiento de cabecera es entre “animales comedores” y “animales comidos”. ¿Cómo lo haríamos entre los humanos? ¿Aceptaríamos el papel que nos tocase en un sorteo macabro, o tal vez nos abonaríamos a la grosera “ley del más fuerte”? La propuesta que se nos plantea –con toda probabilidad de manera inconsciente– desde la reflexión de cabecera es directamente la antropofagia como estilo de vida.
TODO LO APUNTADO se refiere al apartado “menú”, porque el referido al comportamiento general no es menos jugoso –valga por esta vez la expresión–. Efectivamente, la idea de cabecera sugiere que estamos legitimados para matarlos y consumir sus cuerpos, dado que algunos de ellos ya lo hacen entre sí. Aquí se nos plantean diversos dilemas y preguntas, pues no queda claro si la sugerencia implica sólo que nosotros podamos matarlos a ellos, o si se extiende al hecho de que debamos admitir que ellos puedan matarnos a nosotros (en una simple inversión de términos), o incluso si de ello se deduce cierta legitimidad para matarnos entre nosotros. Sé que todo esto puede llegar a resultar mareante, pero me permito recordar que no son los animalistas quienes plantean las cosas así, y que yo estoy aquí únicamente para tratar de responder con argumentos (sólidos o no) a cuestiones que muchas veces carecen de ellos. Así, y siguiendo el hilo argumental del comienzo, ¿por qué no asumir de manera similar que, dado que algunos ingleses matan a otros ingleses ocasionalmente (en realidad, a diario), los alemanes estarían legitimados para esclavizarlos, quitarles la piel, torturarlos en público y utilizarlos como alimento? Por muy grueso que pueda parecer el ejemplo, se nutre con rigor milimétrico de la misma esencia que el planteamiento del principio. Abrazando este razonamiento alocado, cualquier colectivo humano podría proponer las más variadas perversiones con sólo recordar que determinado grupo las practica.
LOS ANIMALES TIENEN un abanico de comportamientos casi infinito (como no podía ser menos en un grupo biológico tan heterogéneo), por lo que podríamos fijarnos en casi cualquiera de ellos para extrapolarlo a nuestro ámbito, lo que implicaría un cúmulo de contradicciones inasumible. Mirándonos en el espejo de los animales, los seres humanos deberíamos asumir –o por lo menos podríamos llevar a la práctica– comportamientos tan dispares como el amor, el crimen, la solidaridad, la agresión, la empatía, la coprofagia o la compasión. Mucha gente pensará con razón que es de hecho lo que hacemos, aunque no ciertamente como consecuencia de seguir los dictados del resto de especies. Y con la particularidad añadida de que, al menos según nuestro propio reparto de papeles, nosotros somos animales racionales, lo que nos obliga de alguna forma a saber seleccionar entre comportamientos deseables y aquellos que no lo son.
EN TODO CASO, la cuestión básica es que los humanos éticamente activos somos capaces de valorar nuestros actos y de elegir qué es lo más justo para todos. La mayoría de los animales no se encuentra en esta situación, y por lo tanto cuando causan a los demás algún tipo de sufrimiento, lo hacen de manera inconsciente. Nosotros sí conocemos las consecuencias de cada una de nuestras acciones, o si son o no imprescindibles. Por eso tenemos una especial responsabilidad en nuestro proceder.