CAZA

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UNA DE LAS ESCENIFICACIONES MÁS GROSERAS que los seres humanos hacemos de nuestra arrogancia se produce cuando tratamos de legitimar la matanza de animales bajo el pretexto de la gestión natural y del equilibrio ecológico. Esto nos invita a pensar que el planeta debía ser un absoluto caos antes de que el primer hombre o mujer tuviera a bien poner un poco de orden.

PERO LA REALIDAD se muestra mucho más prosaica. En la actualidad, quienes practican la caza y la pesca como modalidad deportiva lo hacen por diversión. Defender otra cosa es, simplemente, un desafío a la lógica. Efectivamente, existen suficientes evidencias como para pensar otra cosa. En primer lugar, parece claro que la naturaleza tiene sus propios mecanismos de autorregulación (los tenía incluso antes de que el ser humano irrumpiera en ella) y que, en todo caso, si puede existir alguna situación puntual de severo desequilibrio, son los propios hombres y mujeres quienes la han originado. Siendo nosotros los principales responsables, convertir a cientos de millones de animales cada año en diana de nuestro ocio es, directamente, un crimen inaceptable.

LA VIOLENCIA DE LA CAZA Y LA PESCA no sólo afecta a las víctimas a las que directamente se mata. También aquí cabría hablar de “efectos colaterales”. Son los animales a los que se deja heridos, cuyas heridas se acaban infectando y hace que mueran de gangrena, de inanición o directamente del colapso provocado por el estrés del momento. En algunos casos, la agonía puede durar varios días. En el caso de los peces que se escapan del anzuelo (o que son liberados en la absurda modalidad denominada “pesca sin muerte”), las heridas provocadas en la cavidad bucal son de tal calibre, que casi siempre quedan graves secuelas si consiguen sobrevivir. La muerte de los animales puede dejar huérfanos, o viudos y viudas. Porque el emparejamiento perpetuo no es algo privativo de los humanos.

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TODO ESTE CÚMULO DE EVIDENCIAS debería mostrarse como suficiente para echar abajo el argumento legitimador del equilibrio natural. Pero existen otras poderosas razones para desenmascarar este crimen organizado. En primer lugar, parece lógico pensar que, dado que la práctica cinegética causa grandes dosis de dolor a una cantidad inmensa de seres (extremo que ni los propios practicantes niegan), debería ser asumida como un deber desagradable, reservado tal vez a profesionales pagados por la administración, y no concebida como una juerga dominguera a la que todo el mundo se puede apuntar. Y, en la misma línea argumental, los propios cazadores y pescadores deberían criticar abiertamente la cría deliberada de animales (palomas, faisanes, truchas) para su suelta y persecución.  Ni el vergonzoso tiro al pichón merece crítica alguna por parte del citado colectivo. Así las cosas, seguir apoyándose en el manido argumento gestor supone, cuando menos, tomar por incapaces mentales a quienes forman parte de la acusación.

 

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