HUBO UN TIEMPO en el que resultaba imprescindible causar daño a los animales para obtener algunas cosas de ellos, entre otras su piel. Se trataba de un mero ejercicio de autodefensa. Pero se trata de épocas muy lejanas, que nos retrotraen a escenas prehistóricas. Nuestro sentido de la ética debería habernos hecho entender que vestir la piel de otros pertenece a capítulos superados de nuestra historia evolutiva. Pero el egoísmo propio de nuestra especie aflora de nuevo para hacer de la industria peletera un negocio que sólo consigue satisfacer la vanidad de quienes visten el producto resultante.
CUANDO DESDE EL DISCURSO ANIMALISTA discurso animalista se hace referencia a la industria de las pieles, por lo general se entiende que se trata del negocio de las llamadas “pieles finas” o “de lujo”, es decir, aquellas cuya adquisición responde más a un consumo caprichoso que a verdaderas necesidades de primer orden, como puede ser el hecho en sí de proteger nuestros cuerpos con prendas de abrigo. Sin embargo, parece claro que la piel de los terneros o de las cabras, o la lana de las ovejas, tiene para ellos la misma función que para visones o armiños, por lo que resulta plausible la postura de quienes rehusan utilizar todo tipo de prendas de origen animal. Siendo así, tampoco debemos olvidar que, en el caso de las pieles que provienen del matadero, el factor limitante no es tanto la piel (considerada como un subproducto cuyo valor económico supone aproximadamente un 15% del total) sino el boicot a la carne.
LA INDUSTRIA DE LAS PIELES DE LUJO está concebida para obtener como producto final la piel de los animales explotados, objeto de gran valor en el mercado de las vanidades, lo que convierte a este negocio en algo éticamente sucio. Los animales que nutren la demanda provienen principalmente de dos fuentes: o bien del entorno natural, o de granjas específicamente diseñadas para el manejo y sacrificio de los animales.
A PESAR DE QUE LA PROPAGANDA PELETERA muestra especial interés en que la gente crea que no se capturan animales en libertad, lo cierto es que cada año varios millones de ellos caen en trampas de todo tipo, que les provocan unos sufrimientos atroces. Hasta no hace muchos años, la piel proveniente de este tipo de capturas engrosaba una buena parte del mercado, con lo que no resulta fácil resistirse a perder tan suculento negocio. Por ello, siempre se encuentran las vías adecuadas para introducir en el circuito grandes partidas de pieles cuyos legítimos dueños vivían en libertad.
LA VIDA DE ESTOS SERES cambia para siempre en el momento en que tienen la fatalidad de pisar la trampa. El susto inicial apenas dura un segundo, para dar paso a un insoportable dolor físico. La reacción natural es tratar de zafarse inmediatamente del endemoniado objeto (sea éste un lazo de cuerda o un cepo metálico), lo que comienza a rasgar la piel y los músculos de la zona afectada. Esta infructuosa lucha dura por lo general horas, y el hecho de que los animales no consigan entender qué les sucede no hace sino aportar una cuota de sufrimiento psicológico añadido. La respuesta de la víctima puede llegar a observar ciertas diferencias en función de la especie, pero, por lo general, llega un momento en que los animales se abandonan a su suerte, entrando en lo que científicamente se denomina “síndrome de claudicación”. Aunque el sufrimiento sea extremo, poco más pueden hacer. O tal vez sí. Comenzar a roer su propio miembro hasta seccionarlo, liberándose así de la trampa. Las heridas provocadas son tan severas que lo más probable es que se produzca una necrosis, con la consiguiente infección y muerte. El proceso dura semanas, y en realidad convierte a los últimos días del pobre animal en una lenta y dolorosa agonía. Aquellos que consiguen sobrevivir a este trauma, se convierten en unos discapacitados que les coloca en inferioridad de condiciones respecto a sus competidores, con lo que su futuro siempre será incierto. Y a quienes no consiguen quitarse el cepo o el lazo, lo mejor que les puede suceder es que el trampero aparezca cuanto antes y acabe con él. Lo malo es que ésto puede suceder hasta varios días después del chasquido inicial. El objetivo último del operario es claro: no dañar la piel. En consecuencia, utilizara cualquier método para que el “material” quede intacto. Apalear su cabeza o ponerse encima para ahogarlo puede no ser muy estético, pero funciona. El sufrimiento que se inflija al animal carece de importancia. A toda esta locura deben añadirse los “efectos colaterales”, como la destrucción de familias (muchos animales se emparejan para toda la vida) o la muerte por inanición de los cachorros que puedan estar dependiendo en esa época de los padres.
BAJO LA ETIQUETA DE "PIEL ECOLÓGICA" (la proveniente de animales criados en cautividad) se esconde un cruel engaño a los consumidores, a los que se transmite la idea de que, mientras el producto no provoque la desaparición de especies, el comercio es legítimo. Si mucha gente conociera las condiciones de vida que tienen que soportar los inquilinos de las granjas de producción, tal vez se lo pensaran dos veces. La cruda realidad es que la piel “ecológica” deja tras de sí una cantidad de sufrimiento notablemente superior a la que podríamos denominar “silvestre”, por la sencilla razón de que los animales estabulados soportan una explotación extrema. Una fórmula eficaz para evaluar tal situación consiste en comparar su vida en libertad y la que se les ofrece en su eterno encierro. Así, mientras en su medio natural suelen recorrer grandes distancias, en las granjas su territorio se limita a una jaula infecta que tienen que compartir con otros compañeros. El carácter solitario de algunas especies hace que el hecho de tener que convivir constantemente con otros individuos, supone para ellos una tortura añadida. Las especies acuáticas jamás tienen acceso a nada que se parezca a una charca o a un río, y deben soportar temperaturas extremas tanto en verano como en invierno. Los animales silvestres son por lo general muy asustadizos, pero en los barracones no tienen posibilidad alguna de huir de aquellos a los que consideran enemigos. Las patas están adaptadas al medio en el que desarrollan su vida natural, pero en la jaula el suelo es de rejilla, para que las heces caigan directamente fuera de ella, facilitando así la labor de los operarios. Las patas se llagan y se infectan, pero por lo general la hora del sacrificio llega antes que la muerte por gangrena, por lo que no reciben ningún tipo de cuidado. El negocio es el negocio. Se trata de animales carnívoros, que capturan a sus presas, mientras que en cautividad reciben una alimentación basada en papillas, lo que les provoca constantes diarreas y trastornos digestivos. Pero lo que importa es el producto final, la piel, y para ello el último paso es el sacrificio. Este episodio, como no podía ser de otra forma, se convierte en una chapucera brutalidad. Los métodos utilizados tienden siempre a no dañar la piel, por lo que estos desdichados animales acaban sus vidas en una cámara de gas (en realidad, una cutre instalación cerrada a la que se conecta el motor de un coche en marcha), electrocutados o simplemente estrangulados. En una situación de violencia tan extrema, resulta comprensible que las víctimas intenten de escapar o zafarse de sus torturadores, por lo que éstos prefieren evitar ser mordidos manipulándolos sin ningún tipo de consideración ni cuidado. Desde la óptica del empresario, no tiene sentido ralentizar el proceso si ello significa pérdidas económicas.
TODO VALE EN LA INDUSTRIA PELETERA DE LUJO. Incluso la manipulación genética para obtener animales con mayor superficie de piel, patas más cortas, aunque sea a costa de que apenas pueda andar y sean casi ciegos. Este negocio no es, en un plano moral, más justificable que el comercio de armas o de drogas.